"¡Tu eres aquel hombre!"
Estas palabras, dichas por el profeta Natán, finalmente persuadieron al rey David de reconocer su pecado con Betsabé y la vergüenza de asesinar a su esposo en un esfuerzo por encubrirlo. Una lectura cuidadosa de 2 Samuel 11 muestra que Dios intentó una y otra vez que David reconociera su pecado. En lugar de arrepentirse, David solo empeoró las cosas al ignorar a Dios en todo momento.
Para cuando Natán se acercó a David, se había vuelto tan habil en ignorar a Dios que ni siquiera podía verse a sí mismo en la famosa parábola de Natán. David, sin saberlo, se condenó a sí mismo al declarar que el rico que sin piedad mató al amado cordero del pobre merecía morir. La razón por la que David era tan ciego es simple. Fue el orgullo. El orgullo es un pecado terriblemente peligroso. No solo nos ciega a nuestras propias faltas, sino que también nos vuelve sordos a la sincera reprensión de quienes nos advierten de fallas y defectos legítimos.
La próxima vez que sea criticado, no permita que su propio orgullo le ciegue o vuelva sordo.
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